Abordan la actualidad de los relatos de espanto de larga tradición prehispánica
Con estas narraciones las voces de nuestros ancestros se escuchan en las noches
Antonio Hernández
La noche avanzaba en la Casa de las Humanidades de la UNAM cuando el historiador Ignacio de la Garza Gálvez empezó a compartir historias que resuenan en el tiempo. Evocó al ahuízotl, una criatura del lago de Texcoco con la singular habilidad de arrastrar a sus víctimas al fondo del agua usando la mano de su cola, para luego dejar los cadáveres en la orilla sin uñas, cabello ni ojos. Esta antigua leyenda, narrada por fray Bernardino de Sahagún, no ha perdido fuerza; en Querétaro y Puebla aún se cuentan historias similares, como si los pobladores siguieran leyendo los textos del cronista. “Un niño huyó de su casa en Puebla y vio un animal extraño cerca de un lago. Días después, hallaron un cuerpo sin uñas ni cabello”, relató De la Garza, con ese tono entre asombro y realidad que cautiva a sus oyentes.
Las leyendas del ahuízotl, según el historiador, forman parte de una vasta cosmogonía mesoamericana que, a pesar de los siglos, permanece en el imaginario colectivo. La figura de la mítica Cihuacóatl es un ejemplo claro de esta continuidad: la antigua deidad, hoy transformada en La Llorona, vaga entre lamentos y misterios, recordando a la gente su vínculo con lo ancestral. Tezcatlipoca, otro dios temido y omnipresente, también aparece en múltiples formas: coyote, figura espectral o cráneo descarnado, siempre listo para poner a prueba la valentía de los caminantes solitarios.
De la Garza habló del concepto de espanto, que para las culturas prehispánicas representaba encuentros que sacudían el alma. Un espanto podía arrebatar la esencia de una persona, volverla loca o incluso causarle la muerte. “Se curaba de espanto con rituales que usaban agua o chile”, explicó. El curandero debía acudir al lugar del susto para hablar con los chaneques, esos seres que retenían almas, y restituirlas a sus dueños.
La charla, moderada por la hispanista Justine Monter, exploró cómo los relatos indígenas se fueron fusionando con creencias europeas durante la Colonia. En ese periodo, las ofrendas de Día de Muertos, aunque de origen europeo, empezaron a adquirir matices autóctonos que los frailes no lograron erradicar. Las supersticiones no solo persistieron, sino que fueron adoptadas incluso por algunos españoles, quienes llegaron a ser acusados de herejía por la Inquisición por creer que el canto del búho presagiaba la muerte o que los nahuales, esos seres de apariencia humana que se transformaban en animales, merodeaban entre los vivos.
Uno de los pasajes más inquietantes de la charla fue la referencia al “hacha nocturna” de Tezcatlipoca, que se aparecía como un hombre decapitado con el pecho abierto, dispuesto a asustar a quienes se atrevieran a recorrer caminos solitarios. Según De la Garza, estas manifestaciones de los dioses y sus pruebas de valentía eran comunes en tiempos prehispánicos, en un mundo donde lo natural y lo sobrenatural convivían sin distinción. Los muertos seguían presentes y podían volverse animales o trabajar en el inframundo, vigilando y comunicándose con los vivos, como zorrillos, hormigas o búhos, encargados de avisar de la muerte.
“Los muertos se transforman en téotl”, explicó De la Garza. “No desaparecen; se convierten en parte de la naturaleza, sirviendo a los señores del inframundo”. En esta cosmovisión, los difuntos seguían trabajando y compartían espacio con los vivos, siendo capaces de enfermarlos o advertirles de futuros decesos. Para De la Garza, estas historias no son simples anécdotas, sino fragmentos de un mundo que sigue habitando la memoria y el presente. Los relatos de espanto continúan actualizándose, y con cada narración, las voces de los ancestros se escuchan en las noches, recordando su lugar en la vida de quienes permanecen.