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“Ser amable es chévere”: Timoteo, el dibujito que me enseñó el lado tierno de Colombia, un país de “berracos”

“Ser amable es chévere”: Timoteo, el dibujito que me enseñó el lado tierno de Colombia, un país de “berracos”

El 15 de abril de 1992 Jairo Rueda estaba en su casa de Bogotá ilustrando una nueva tarjeta de Timoteo cuando de repente se le movió el piso, se dañó el dibujo y empezó a escuchar gritos afuera. Miró por la ventana y vio que habían puesto una bomba en un centro comercial.

Al año siguiente, un sábado que celebraba el día de amor y amistad, la tienda de Timoteo en Bogotá estaba abarrotada de gente haciendo fila para comprar una tarjeta. Pasaron dos hombres en una moto que gritaron “ojo, ahí les van a poner una bomba”. Y la gente no se inmutó: siguió haciendo su fila.

Timoteo es un personaje que conmovió a los colombianos en los peores años de la guerra, los 80 y 90. Y Jairo Rueda es el santandereano, flaco y de ojos verde pastel, que lo creó.

La canción más fea se vuelve divertida si eres tú quien me invita a bailarla“, dice una de las tarjetas de Timoteo, su protagonista. “Nunca sabré cuánto te quiero porque mi amor aumenta sin medida”, enuncia otra. Y una más: “Si donde estás te falta algo, espero que sea yo”.

Los colombianos tienen fama de duros, de resilientes. De ser “berracos”, como sugiere el famoso colombianismo. De haber desarrollado un caparazón de pragmatismo tras 60 años —o dos siglos— de guerra. Endurecieron la coraza hasta volverse, supuestamente, insensibles.

Una creencia que es, por supuesto, inexacta; o una exageración del esperable mecanismo de defensa que desarrollaron muchos para aguantar las consecuencias de la violencia.

Pero en realidad, si se trata de generalizar, también se puede decir que los colombianos son tiernos.

Y pocas cosas lo demuestran de manera tan gráfica como el fenómeno Timoteo, que llegó a tener más de 100 tiendas en el país, que cada Día de la Madre, cada San Valentín, cada Navidad, se llenaban con filas de dos y tres cuadras de gente tierna, melosa, coqueta.

Esta es, entonces, una defensa de la ternura en una sociedad apabullada, traumatizada.

Es, también, una despedida para este corresponsal que se va de Colombia después de cuatro años cubriéndola. Una reflexión sobre aquellos colombianos no machistas, no violentos, no “de piedra”. Esos que son, como llegué a concluir, la mayoría.

Pie de foto, Jairo Rueda vive en una casa llena de pequeños rincones donde están las imágenes, o una estatua como ésta, de Timoteo.

Optimismo desde la adversidad

Timoteo es un vagabundo que interactúa con la gente que se encuentra. La escucha, la conoce, la entiende.

“No es que no tenga cara”, confirma Rueda sobre la pregunta que más le han hecho sobre su personaje: que por qué no tiene cara. “Es que su nariz es tan grande que no se le ve el rostro”, aclara.

Timoteo viste una gabardina azul y un sombrero negro, del que se le salen unos pelos lisos, puntudos, desordenados.

Todo en él —desde la estética a la filosofía— es redondo, curvo, apretujable. La letra de los escritos que lo acompañan no tiene esquinas, ni minúsculas: “No son letras lindas por sí solas pero juntas bailan”, dice Rueda.

Lo que fue, en 1984, un diminuto local en la zona rosa de Bogotá en pocos años se convirtió en una red de franquicias a nivel nacional, gestionadas por “marcadores” que replicaban las letras con los mensajes de la gente.

“Timoteo siempre fue limpio”, dice Rueda.

Me atiende en la sala de una casa rosada en la sabana de Bogotá. Tomamos jugo de toronja con soda. “No había religión, no había política, no se podían poner cosas peyorativas, y los únicos enemigos estaban dentro de cada uno”.

La ausencia de antagonistas en la tira cómica, esa obsesión por hablar en positivo, no era evasión de la realidad. Toda la filosofía parte de un escenario adverso, complejo, al que se responde con optimismo: con frases que inspiran el gesto de “awww”.

“El mundo es muy hostil, pero la gente es muy linda”, señala el ilustrador.

Rueda, que a sus 63 años dedica sus días al arte y al cuidado de los árboles que lo rodean, lo explica con una anécdota: “Una vez llega un tipo y me dice que necesita una tarjeta porque se va a separar de su esposa y para decirlo necesita a Timoteo. Fue así que arrancamos con la línea de tarjetas para los corazones rotos (“Rompecorazones”)”.

Aunque Timoteo —y los más de 50 personajes del mundo inventado por Rueda— empezaron como figura de tarjetas, luego fue tira cómica en prestigiosos periódicos de Bogotá y Miami. Terminó siendo bomba de helio, portada de agenda, silueta de percheros, y así.

Era un Disney criollo en potencia que, sin embargo, Rueda se negó a construir.

Primero surgió la piratería, luego aparecieron abogados con líos de derechos de autor y después se generaron altercados con las franquicias, que ya se habían expandido a Ecuador, Panamá y México.

Para sobrevivir Timoteo tenía que volverse una corporación. Y Rueda no quiso: “Si nos ponemos a pensar en grande, Timoteo nunca habría existido, porque esta es una historia del rinconcito, de lo chiquito“.

“El ADN de nosotros era de barrio. Y yo no iba a volver a Timoteo un influencer a costa de su propio sentido”.

Al muñeco, de todas maneras, todavía se le ve en mercados de segunda mano y en cientos de imitaciones de menor genialidad.

“Timoteo no murió: está en hibernación”, cuenta su creador.

Pie de foto, Rueda hoy se dedica al arte.

El país de la cortesía

Y no murió porque sus formas ovaladas, amasables, retratan un costado silencioso pero transversal de los colombianos: su melcochuda y cursi y cariñosa ternura.

Rueda lo elabora así: “Hasta el más malandro tiene su suavidad”. Y pone el ejemplo de Pablo Escobar, al que “finalmente agarraron por una llamada con su hija”.

Al ser un vagabundo, Timoteo reflexiona sobre el movimiento y el destierro, en un país con ocho millones de desplazados: “El emigrante sale de donde le toca hacia el fondo de su propio corazón”, dice en una tarjeta.

Y Rueda habla de la necesidad de “construir un jardín interior” como antídoto a la exclusión y el clasismo que tanto eco han hecho en Colombia.

“Ceder es chévere, ser amable es chévere”, señala.

Y los colombianos tienen mucho de eso: son nada menos que los creadores de instituciones como el “qué pena con usted”, el “veci”, el “¿me regala?”.

Es un país donde se hace un culto diario a la cortesía. El trato cotidiano usa los modales y la decencia para apaciguar los ánimos y encontrar formas de entendimiento. Se aprecia el tono reposado, el esmero retórico.

Rueda concluye: “Los que generaron la violencia son colombianos de nombre, pero no son colombianos de ser”.

En estos cuatro años de reportería en Colombia caí en cuenta de que en cada rincón de este país hay fusibles de tensión; escenarios que se prenden con la mera llama de un fósforo.

La diferencia cultural, la desigualdad, el historial de violencia y despojo y la fragmentación socioespacial hacen de éste un lugar difícil de roer.

Unos, encontré, escogen resolverlo con exclusión, desconfianza, resentimiento.

Pero otros lo hacen con ternura. Y me parece que los segundos son mayoría.

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